Hace un par de semanas nos sorprendió la noticia de la multa de más de dos millones de euros con la que la Comisión Nacional de la Competencia (CNC en adelante) ha sancionado cada una de las multinacionales Puig, Sara Lee y Colgate-Palmolive por crear un cártel de fabricantes de gel de ducha. Dicho cártel se descubrió a finales de 2005, cuando Sara Lee y Henkel denunciaron la existencia del mismo. Gracias a la denuncia, Henkel se libró de la sanción y Sara Lee gozó de un “descuento” del 40% en la misma. La CNC nos informa también que sigue investigando la posición de la empresa Colomer, para aclarar en qué medida pactó el aumento encubierto de los precios del gel de baño y ducha de algo más de un 15% (!).
Más allá del daño padecido por los consumidores, que tuvieron que desembolsar mucho más de lo debido para ducharse, este tipo de noticias sugieren una pregunta muy importante para los consumidores: ¿qué confianza merecen las grandes marcas?
Bueno, si nos fijáramos únicamente en las enormes cantidades de dinero que éstas gastan cada año para comunicarnos que nos tienen cariño, deberíamos llegar rápidamente a la conclusión que las marcas nos quieren y que podemos confiar en ellas ciegamente. Cada semana lanzan nuevos productos con ingredientes más saludables, con menos calorías y menos grasas saturadas, pero más Omega3. Nada de artificial, todo natural. Para la higiene personal sacan continuamente nuevas fórmulas con esencias que nos hacen más guapos y nuevas fragancias que nos dan frescor y felicidad.
Sin embargo, si por un lado nos dicen en alta voz que nos quieren, luego resulta que hay marcas que pactan entre ellas de forma oculta para cobrarnos más sin que nos demos cuenta. ¿Eso también lo hacen porque nos quieren?Frente a este enigma cabría esperar que los consumidores reflexionaran y modificaran su comportamiento para sancionar a las marcas “traidoras”. Y es aquí dónde nos encontramos un problema.
En realidad, los consumidores no son capaces de asociar las marcas con las respectivas empresas. Mejor dicho: no tienen ni idea de cómo hacerlo. Hasta a los profesionales de la mercadotecnía nos cuesta mucho recordar que la marca Lactovit, por ejemplo, es propiedad de la empresa Puig Beauty & Fashion, que Sara Lee cuenta, entre otras decenas, con las marcas Ambi-Pur y Marcilla, o que Ajax y la mítica Cristasol son propiedad de Colgate-Palmolive (fuente: http://www.transnationale.org). Los freakies que se las saben todas de memoria los hay, pero se les mira como a los empollones que en primaria se sabían todas las capitales de Asia y Africa.
Para el responsable de la compra de a pié, hasta la simple diferencia entre marca y empresa es algo bastante oscuro. Un poco ingenuo, pero es así.
Las grandes empresas propietarias de las marcas lo saben y no se preocupan de la mala publicidad que puede causar una sanción de 2,4 millones de euros. A partir de esta asimetría informativa, es bastante obvio que existan incentivos conspicuos para engañar el consumidor con prácticas que no ponen en demasiado riesgo la confianza hacía la marca, ya que esta última no se sanciona directamente. La marca no deja de ser un simple conjunto de percepciones alrededor de un logo y por lo tanto es inatacable con sanciones. La única arma que tienen los consumidores es la información a través de los medios de comunicación. Pero quien se debería ocupar de ello no proporciona el nivel de detalle necesario como para orientar el comportamiento del consumidor según la información disponible en el mercado. En este caso en concreto, los geles de ducha que encarecieron por el cártel no se mencionaron en la noticia de la sanción. Lo cuál es bastante lamentable.
De hecho, tampoco sabemos cuántos pactos ocultos más hay que encarecen los productos que compramos en el supermercado. Al ser ocultos, son difíciles de detectar. Así que, frente a la duda, puede tener todo el sentido del mundo intentar comprar más barato.
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